lunes, 12 de enero de 2009

Bella... Majestuosa

Hoy es el día más feliz de mi vida. Tomando la mano de mi amada Cenicienta, veo a la partera, con mucho esfuerzo, ayudar a traer al mundo a quien sé será mi rayo de Sol cada mañana, el último rayo de luz de luna por las noches, mi desayuno, mi sustento, la fuerza que me ayudará a llevar este reino; así también, mi cena, el amor mi vida, mi hija, mi heredera, la que sé será la mujer más bella, mi linda Mimí... Al fin escucho su llanto, su primera señal de vida. Veo sus ojos azules como el cielo, su cabello rubio como el oro y su cara angelical. Volteo hacia mi amada Cenicienta, quien con una sonrisa débil y cara pálida, cierra sus ojos, diciéndome con su mirada que me ama y que como un regalo de despedida me deja a Mimí, pero inevitablemente, despidiéndose. Una lágrima cristalina sale de uno de mis ojos, pero me siento feliz. Ahora mi todo será Mimí...

Quince años pasaron. La vejez se ha apoderado de mí. La debilidad me consume y necesito de un sucesor hombre que lleve este reino, para que no se pierda lo que con tanto trabajo, siendo padre soltero, he construído. Así que hice llamar a mi princesa, para explicarle la situación y darle como primera orden en toda mi vida que se casara con Pulgarcito o Polifemo, los dos príncipes más cercanos en quinientas leguas a la redonda.
La vi entrar, con su cara seria y despiadada, pero bella. Al pasar de los años, en eso se convirtió mi querida Mimí: una preciosa cara, pero con un corazón frío y duro como piedra. Le expliqué, le supliqué, le hice entender que lo necesitaba y que ése era mi último deseo. Le di dos días para decidirse. Luego la vi darse la vuelta y marcharse, sin decir nada.
Al llegar el día de la decisión, mandé a organizar una gran fiesta. Invité a todo el reino y a los reinos vecinos para presenciar la gran decisión y la majestuosa boda. Todos estaba listo. Todos esperaban...
Fue cuando la vi entrar, majestuosa, con sus mejores galas; bella, pero fría; decidida, pero... ¿A qué? Caminó a lo largo del gran pasillo, mientras todos la observaban. Se detuvo frente a sus pretendientes: uno enano y el otro gigante. Se detuvo, pero siguió caminando hacia mí, se arrodilló y me vio, con los ojos más secos que nunca. Sacó un puñal de entre su vestido, clavándolo luego en mi pecho.
No supe más. No supe qué decidió al final. Sólo me marché seguro, seguro, pero confundido. Seguro de que ella era ahora la reina; bella, pero fría; majestuosa, pero seca; aunque, finalmente... la reina.

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